Reducir títulos universitarios de Humanidades atendiendo a la demanda del mercado es una chapuza

Hasta aquí, casi todo el mundo está de acuerdo. El pensamiento humano se articula a través del lenguaje, de la palabra. Al estudio del lenguaje, de la comunicación, de las estructuras lingüísticas y de la transformación de la palabra en palabra creadora, es decir, poética, se dedica la filología, una disciplina con mucha actualidad y no muchos secuaces. Y aquí empieza el desacuerdo.
Actualmente, existen 17 licenciaturas de filología, cada una centrada en el estudio de una lengua en su vertiente lingüística, literaria y cultural, antigua o moderna. La adaptación en el espacio europeo de educación superior, que hace años que trae cola, obliga, según dicen, a reducir el número de títulos, en el marco de una reforma que afecta a todas las titulaciones universitarias. Ello ha llevado a la supresión drástica de algunos títulos de filología y al refundido de otros.
Se proponen, de momento (aunque está pendiente de la votación final del Consejo de Coordinación Universitaria, formado por rectores, delegados de comunidades autónomas y miembros nombrados por el congreso) cuatro titulaciones: lengua española y sus literaturas, lenguas y culturas modernas, lenguas y culturas orientales y filología clásica, además de un título, más genérico, de traducción e interpretación.
¿A qué criterio responde esta clasificación? Hoy por hoy, quizá sí hay demasiados títulos, desde un punto de vista económico, ya que no todos tienen una gran demanda, pero, en todo caso, responden a unos criterios científicos serios. En cambio, la propuesta, ¿a qué responde?

¿POR QUÉ TIENE que haber una lengua española, con un tratamiento singular, al lado de un título que engloba el catalán, el gallego, el vasco, el francés, el alemán, el inglés, el italiano y el ruso? ¿No es moderno, el español? ¿Lo es más, o menos, que el catalán? ¿No lo es también el árabe, lengua en expansión, cuya cultura cada vez pone más interrogantes a Occidente? ¿Tiene que ir junto con el hebreo y eventualmente el chino y el japonés, en un título de lenguas y culturas orientales?
No existen criterios científicos que avalen esta propuesta. Si por fuerza hay que reducir títulos, se podría hacer uno solo con itinerarios diversos según los intereses de los estudiantes y la demanda del mercado. Tan filólogo es uno que sepa catalán y árabe como uno que sepa inglés y castellano o alemán y chino. El mercado discernirá a quién necesita en cada ocasión. Las competencias filológicas son las mismas, la aplicación a las lenguas será diferente. Por lo tanto, un título que ofreciera la posibilidad de combinar especificidades concretas sería a la vez más lógico socialmente y mucho más europeo.
Si tanto tenemos que reflejarnos en el otro lado de los Pirineos, conviene recordar (y nadie lo hace) que allí no existen decretos ministeriales que impongan las mismas directrices para cada título en un Estado entero, ni hay materias troncales (el decreto de grado español las fija en un mínimo del 50% y un máximo del 75%, es decir, reduce la autonomía universitaria al 25%). Europa se ha convertido en el pretexto de una reforma eminentemente económica, pero nada científica.
Y, de rebote, lo sufrimos los catalanes. ¿Cómo es posible, se argumenta, que se pierda el título en la lengua del Estado, que hablan más de 300 millones de personas? Con este razonamiento, se propone un título en lengua española y sus literaturas, porque, manifiestan, este no puede desaparecer. ¿Y los otros sí? ¿Los catalanes, sin Estado, no podemos dedicar la misma especificidad al estudio de nuestra lengua y de nuestra literatura?
Llegados aquí, todo vale. Vale, especialmente, preguntarse por qué no se puede utilizar el mismo razonamiento para el catalán, que es nuestra maltrecha lengua, con una literatura ilustre. Vale preguntarse por qué no podrá haber un título de filología inglesa, o francesa, por ejemplo, o de lingüística, de ilustre tradición más allá de las fronteras, o de lo que sea. Vale preguntarse por qué esta absurda distribución de títulos si, al fin y al cabo, todos los graduados acabarán en las mismas profesiones de docencia, gestión editorial, cultural, comunicación, etcétera.

SI ERA FORZOSO el cambio, se ha perdido la ocasión de hacer un planteamiento serio de las filologías y de las humanidades en general. Los títulos hay que proponerlos en su conjunto, de acuerdo no simplemente con la demanda del mercado, sino con la racionalidad de la adquisición del conocimiento.
Con criterios científicos, tendremos ciudadanos bien formados que sabrán ser útiles. Con criterios dudosos de política o de rentabilidad haremos una gran chapuza. Por mucho que lleve enganchada una engañosa etiqueta europea.

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