España lleva más de 50 años sin un Nobel en ciencia

Medio siglo. Ese es el tiempo que la ciencia española lleva sin conseguir un Premio Nobel.

E incluso esa cifra es muy discutible, pues el último fue el Dr. Severo Ochoa, Premio Nobel de Fisiología o Medicina 1959. Pero el Dr. Ochoa era un exiliado político, discípulo del médico y Presidente del Gobierno de la República Juan Negrín. Y cuando el Instituto Karolinska de Estocolmo le concedió el galardón científico más prestigioso del mundo, D. Severo era ya ciudadano de los Estados Unidos desde tres años atrás.

Si no contáramos al Dr. Ochoa, hay que retroceder hasta 1906 para encontrarnos con el único Premio Nobel de las ciencias españolas: el Dr. Santiago Ramón y Cajal, descubridor entre otras cosas de las neuronas del cerebro. Más de un siglo: 103 años sin que la medalla de oro con el rostro de Alfred Nobel viaje a nuestro país.

Habrá quien piense, quizás, que nos tienen manía. Pero, honestamente, ¿hay alguna razón para que un científico español –o hispánico, en general– obtenga este reconocimiento? Incluso países presumiblemente menos desarrollados tienen sus premios Nobel científicos. Los argentinos Milsten y Leloir, en medicina. Chandrasekhar y Korana, de la India, en física y medicina respectivamente. El mexicano Mario Molina, en química. Si nos comparamos con cualquier país europeo, la perspectiva es descorazonadora. Por no hablar ya de los grandes.

Pongo el ejemplo del Premio Nobel de manera emblemática. No hace falta recurrir a él para darse cuenta de la lamentable realidad: estamos atrasados y vamos a remolque. Profundamente. España registra 71 patentes al año por cada millón de habitantes, más o menos como Croacia, Hungría o Ucrania. Y lo que es más grave: más de la mitad del dinero empleado en investigación y desarrollo corresponde al sector público, no a la empresa privada, una anomalía radical por comparación con todos los países desarrollados. El gasto privado en I+D fue apenas de un 46% del total, cuando la Agenda de Lisboa establece que debería ser al menos del 66%. Con frecuencia, andamos mendigando nuestra participación en cooperaciones científicas internacionales, cuando no tiene que comprarlas directamente el gobierno de turno con buen dinero. Público, por supuesto.

En realidad, basta con salir a la calle y hablar con la gente de cualquier edad o condición. Salvo el ínfimo porcentaje de población que está relacionado con los sectores de I+D, el progreso científico y tecnológico, simplemente, están fuera del discurso social, político y económico. Para los políticos, es una patata caliente que se pasan de unos a otros tratando de no hacer mucho ruido. Para la mayoría de los empresarios, es poco más que una forma de rebañar subvenciones extra. Las universidades crean generaciones de jóvenes científicos con dinero público que luego languidecen con sueldos mileuristas, cuando no aceptan ofertas en el exterior, en lo que es una constante fuga de cerebros. Y a nadie le importa demasiado.

¿Qué nos ocurre? ¿No nos damos cuenta de que vivimos en un mundo donde sólo los creadores de ciencia y tecnología tienen alguna posibilidad de pintar algo en el futuro?

Gloria y destrucción de la ciencia española.

Hay razones históricas para entender este estado lamentable de la ciencia y la tecnología en España, que se remontan a la Edad Media y la pervivencia en España de un a modo de Antiguo Régimen hasta tiempos bien recientes. Ya el Desastre de Cuba, donde el atraso secular español fue determinante en la derrota frente a la Armada Norteamericana, impulsó a toda una generación de regeneracionistas para tratar de compensar el estado catastrófico de la ciencia en España.

De ese tiempo data el más feliz de los intentos para sacar a España de esa versión tardía de la Edad Media: la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, heredera de la Institución Libre de Enseñanza de D. Francisco Giner de los Ríos. La Institución Libre de Enseñanza y la Junta de Ampliación de Estudios dieron lugar al periodo más floreciente de la ciencia en España: Ramón y Cajal, Ignacio Bolívar, Torres Quevedo, José Casares, Pío del Río Hortega, Blas Cabrera, Odón de Buen, Rodríguez Carracido, Rey Pastor, Faustino Miranda y tantos otros olvidados que sería demasiado largo mencionar. Por no hablar de grandes de las Humanidades como José Echegaray, Menéndez Pelayo, Américo Castro o María de Maeztu.

Siendo como es España, tanto la Institución Libre de Enseñanza como la Junta para la Ampliación de Estudios nacieron por oposición a la influencia de la Iglesia Católica y los sectores más conservadores de la sociedad española. La práctica totalidad de sus miembros eran librepensadores y poco amigos del clericalismo, que de forma natural se identificaron con la República Española cuando esta fue proclamada en 1931, si es que no formaban parte de quienes la trajeron. Inevitablemente, casi todos ellos tuvieron que huir al exilio al final de la Guerra Civil para no ser fusilados como el eminente Dr. Joan Peset Aleixandre y tantos otros. La Institución Libre de Enseñanza y la Junta de Ampliación de Estudios fueron prohibidas como ateas y antiespañolas. Se expulsó de la investigación y el magisterio a toda una generación de los hijos de Giner de los Ríos, en lo que constituye sin duda alguna la mayor catástrofe a largo plazo que ha sufrido España en el último siglo.

En su lugar, se creó el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Su primer director fue José Ibáñez Martín, que luego sería Ministro de Educación de la España franquista. Ni siquiera era científico, sino abogado y catedrático de geografía e historia. Sus palabras en el discurso fundacional resultan paradigmáticas:

«Queremos una ciencia católica. Liquidamos, por tanto, en esta hora, todas las herejías científicas que secaron y agostaron los cauces de nuestra genialidad nacional y nos sumieron en la atonía y la decadencia. […] Nuestra ciencia actual, en conexión con la que en los siglos pasados nos definió como nación y como imperio, quiere ser ante todo católica.»

Así quedó erradicada la semilla de la ciencia en España durante casi cuarenta años. Desde entonces, sólo hemos inventado el TALGO, la fregona y el chupa-chups. Eso que nos hace tanta gracia, y que maldito si la tiene. El «que inventen ellos» de D. Miguel de Unamuno llevado a las últimas consecuencias.

La España del pelotazo.

Pero sería muy fácil retrotraernos a tanto pasado clerical y anti-intelectual, y conformarnos con que si Franco era muy malo y los curas y señoritos, aún peores. Que lo eran. No obstante, llegada la libertad, no llegó con ella una transformación profunda de las estructuras sociales y económicas de España; y aunque la mentalidad ha cambiado mucho por fortuna en otras cosas, no lo ha hecho en este ámbito esencial. A pesar de que, por ejemplo, el CSIC actual se parezca más a la Junta de Ampliación de Estudios que al engendro nacionalcatólico soñado por el militante de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas Ibáñez Martín y Albareda Herrera, del Opus Dei.

El siguiente paso de la decadencia científica de España podría resumirse muy bien en la España de las Oportunidades o del Pelotazo, que viene a ser lo mismo. La perpetuación de un modelo económico basado en la propiedad de la tierra (antes en forma de posesiones agrícolas, ahora en forma de fincas) y unos servicios de bajo nivel de tecnificación nos han dado la puntilla. Se ha enseñado a dos generaciones que la forma de hacer dinero era dejarse de pajaritos en la cabeza y concentrarse en sectores sin futuro, pero muy rentables en el corto plazo. La sombra del «que inventen ellos» cayendo de nuevo sobre las viejas tierras de Iberia.

No tenemos futuro mientras la productividad sea sinónimo de abaratar costes y aumentar el número de horas de trabajo, en detrimento de la tecnificación, el mantenimiento de profesionales cualificados, la capitalización y la inversión en I+D.

No tenemos futuro mientras el ciudadano medio no comprenda que la ciencia y tecnología son aún más importantes que el paro o la seguridad ciudadana, y así se lo reclame a sus dirigentes. Pues el paro o la seguridad ciudadana pueden ser problemas coyunturales, mientras que la ciencia y la tecnología son las claves del mañana.

No tenemos futuro mientras sigamos concentrándonos en el pelotazo a corto plazo y el negociete de toda la vida, mientras nuestros mejores cerebros se van a trabajar al exterior porque en España no hay ni ha habido oportunidades para utilizar sus conocimientos viviendo a la vez una vida digna.

No tendremos futuro mientras conseguir un Premio Nobel en ciencias sea un sueño imposible, o un caso excepcional.

En mi opinión, necesitamos con urgencia un gran Plan Nacional de Ciencia. Uno de verdad, que arrastre al conjunto de la economía y de la sociedad. Y tendrá que ser público, pues en el tejido español de PYMEs y gigantes de la construcción y el turismo es poco imaginable de otra manera. Un proyecto ambicioso de veras, que aspire a colocarnos entre los mejores del mundo e incluya al sistema educativo y a los medios de comunicación social. Pero con estas palabras, ya parezco uno de aquellos viejos regeneracionistas del XIX. Y como dijo Ramón y Cajal:

«la retórica no detiene nunca la decadencia de un país y […] la literatura de los regeneracionistas solo fue leída por ellos mismos».

Claro, que como nuestro Premio Nobel también añadió:

«Hay un patriotismo infecundo y vano: el orientado hacia el pasado; otro fuerte y activo: el orientado hacia el porvenir.»

Fuente original: La pizarra de Yuri

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